Más allá de la aplicación de la práctica basada en la evidencia: la creación de una experiencia rehabilitadora

Artículo

Frank Proporino

En las últimas décadas, los servicios penitenciarios de todo el mundo han evolucionado paulatinamente hacia una mayor aceptación de la práctica basada en la evidencia (PBE). Se ha abandonado prácticamente el pesimismo de que “nada funciona” y la mayoría de las jurisdicciones penitenciarias sostienen que, como mínimo, intentan aplicar la PBE. Por supuesto, continúa habiendo problemas en algunas regiones del mundo en las que los recursos son tan escasos que no alcanzan para satisfacer las necesidades más básicas (PRI, 2023). Con todo, incluso en algunas de estas partes del mundo, podemos ver intentos serios de adoptar la PBE (Nafuka y Kake, 2015).  

Una parte importante de lo que ahora aceptamos como PBE se deriva de una elaboración del paradigma RNR, un marco bien documentado que ha guiado el diseño de los esfuerzos de rehabilitación durante los últimos treinta años. En términos simples, el modelo nos dice que debemos evaluar el tipo adecuado de cosas (es decir, los factores de riesgo y las necesidades criminógenas), hacer el tipo adecuado de cosas para abordar estos factores criminógenos (es decir, ofrecer intervenciones bien diseñadas, en su mayoría de tipo TCC), hacer esas cosas con las personas adecuadas (es decir, las de mayor riesgo), y hacer esas cosas de la manera adecuada (a saber, de una forma atractiva para que los individuos respondan). 

Es innegable que el paradigma de la RNR ha contribuido a que las instituciones penitenciarias estén más estructuradas, organizadas y centradas en intentar reducir la reincidencia. Sin embargo, también lo es que el éxito que hemos tenido en la aplicación de las PBE, en el contexto penitenciario o de los servicios a la comunidad con individuos bajo vigilancia, puede calificarse, en el mejor de los casos, con una nota mixta. Sabemos que los organismos penitenciarios se enfrentan a importantes retos a la hora de intentar ofrecer una “rehabilitación” en entornos o bajo circunstancias que muchas veces mitigan el impacto de sus esfuerzos. 

En varios sentidos, la influencia de los factores sistemáticos de las prisiones y ciertos modelos o estilos de vigilancia en el ámbito de los trabajos en beneficio de la comunidad pueden impedir o anular fácilmente la influencia de nuestras PBE. Existen evidencias importantes, por ejemplo, de que la experiencia del encarcelamiento puede realmente aumentar la probabilidad de reincidencia (Loeffler y Nagin, 2022). Lo mismo sucede con la experiencia de la vigilancia en el ámbito de los trabajos en beneficio de la comunidad (McNeill, 2018). Los organismos penitenciarios pueden muy bien señalar varias PBE que hayan introducido, pero el conjunto de herramientas y prácticas implementadas podría ser todavía insuficiente para crear una experiencia “rehabilitadora” general. 

Ha habido varios intentos de describir la experiencia del “control penitenciario” que imponemos a las personas (por ejemplo, Crewe, 2011, y sus metáforas de profundidad, peso y rigidez), pero continúa siendo muy difícil poder identificar los mecanismos precisos que permitan que algunas personas se vuelvan más prosociales durante su estancia en prisión o durante una condena a realizar trabajos en beneficio de la comunidad (Crewe y Ievins, 2020; Maier y Ricciardelli, 2022; Maruna y Lebel, 2012; Mears y otros, 2015). 

El rompecabezas primordial, todavía sin respuesta, es cómo podemos dirigir una prisión o gestionar una condena en beneficio de la comunidad de forma que funcione como una especie de proceso de “desistimiento asistido” (De Vel-Palumbo et al.; Villeneuve et al., 2021), en el que la manera en que tratemos a las personas y respondamos a sus problemas y preocupaciones conduzca a una experiencia de vida positiva que pueda ayudarles a elegir en favor de la reconstrucción de sus propias vidas. La evolución de nuestra comprensión de las PBE supone ir más allá de su aplicación formulista (por ejemplo, evaluar – prescribir – intervenir); debería obligarnos a considerar todos los “mecanismos de influencia” posibles que pueden promover y apoyar la desistencia (a saber, no sólo las intervenciones, sino también los factores sociales e interpersonales, las actividades, las características del entorno, el compromiso familiar, etc.).

En las últimas décadas, la libertad condicional ha ido evolucionando en muchas partes del mundo de manera constante (aunque involuntaria) hacia un enfoque de la vigilancia centrada en el riesgo que, en general, la ha vuelto menos eficaz (Porporino, 2023). Líderes y académicos de la libertad condicional reclaman ahora un cambio en la libertad condicional para orientarla hacia su objetivo original de darles la oportunidad de rehacer sus vidas a las personas desfavorecidas y desarraigadas (es decir, “aconsejar, entablar amistad y ayudar”). Esta aspiración ha sido bien resumida por un nuevo grupo de líderes que defienden la libertad condicional en EE.UU: “… pedimos que la libertad condicional y la libertad vigilada se reduzcan sustancialmente, sean menos punitivas y más esperanzadoras, equitativas y reparadoras“.

Del mismo modo, al argumentar sobre cómo podemos hacer que la experiencia penitenciaria sea más rehabilitadora, la atención se centra ahora, cada vez más, en cómo crear “culturas rehabilitadoras” en lugar de limitarse a introducir solamente prácticas de esta naturaleza. 

La Dra. Ruth Mann, una respetada académica y profesional de las prisiones del Reino Unido, describe este tipo de cultura como “no necesariamente lo mismo que una cultura feliz y, desde luego, que una cultura blanda. Es algo más que la cultura social de la prisión; comprende la filosofía de la prisión y su idoneidad para el propósito por lo que se refiere a la disminución de la reincidencia” (pp.244). Mann (2019) describe siete características clave de las culturas rehabilitadoras, incluida la importancia primordial del “liderazgo rehabilitador” para velar por el buen desarrollo y mantenimiento de dichas características (véase el Diagrama nº 1). 

Diagrama 1: Características de la cultura rehabilitadora, según Mann (2019).

Todo esto, por tanto, nos conduce a la pregunta de cómo conseguirlo. ¿Cómo conseguimos que nuestros métodos de “control penitenciario” (es decir, la prisión y la libertad condicional/vigilada) no sólo sean eficaces a la hora de controlar (en pro de la seguridad pública), sino también a la hora de animar y apoyar a las personas en su desistimiento (en pro también de la seguridad pública)? ¿Cuáles son algunas de las cuestiones centrales que deben abordarse?

En mi opinión, lo más importante es que el sistema penitenciario cuide mejor de su personal si queremos que éste adopte a su vez una actitud más solidaria y comprensiva. Los datos nos demuestran de forma convincente que tanto el personal penitenciario en instituciones como el de los trabajos en beneficio de la comunidad pueden caer fácilmente en la fatiga por compasión, sintiéndose sobrecargados, agotados, poco apreciados e innecesariamente agobiados y confundidos por las culturas gerencialistas y de rendición de cuentas, fuertemente controladas, que hemos creado (Norman y Ricciardelli, 2022).

Esto tiene graves consecuencias para el bienestar mental y emocional del trabajador, con datos empíricos que demuestran que su situación es todavía peor cuanto más tiempo permanece en el puesto. Incluso en Canadá, donde nuestra dotación de personal es más razonable, se han observado unas tasas preocupantemente altas de problemas de salud mental comunicados tanto por los trabajadores de los servicios penitenciarios en trabajos para la comunidad como por los de los centros de detención (Ricciardelli et al., 2019).

El trabajo penitenciario se ha convertido en una carrera que posiblemente haya dejado de ser especialmente gratificante para las personas que tengan algún tipo de inclinación por los servicios sociales. Podría resultar interesante, en cambio, para las personas con una tendencia punitiva. 

Atender al bienestar y a la moral del personal se ha convertido en una cuestión crítica dentro del mundo penitenciario. Tenemos que empezar a hacer esfuerzos serios para responder a la carga emocional que acarrea trabajar en nuestro campo, comprender y erradicar sus causas y dar a este trabajo el respeto que se merece por su vocación de servicio social exigente, con múltiples capas y tareas, y que no se limita simplemente a un trabajo con el que hay que lidiar.

Por lo demás, creo que esto es aplicable tanto si hablamos del agente de libertad condicional que trabaja en el ámbito de los trabajos en beneficio de la comunidad como del trabajador social o psicólogo que trabaja en nuestras prisiones, o del profesor, instructor de taller, enfermero, gestor de casos o funcionario de prisiones. En un verdadero mundo de PBE, todos ellos deberían estar comprometidos con la misma misión de ayudar a dar la vuelta a los desvinculados y desarraigados.

Parte del respeto que merece el trabajo penitenciario consiste en darle a los trabajadores la posibilidad de opinar sobre cómo gestionamos y modificamos la naturaleza de su trabajo. No debería sorprendernos en absoluto que el personal que trabaja directamente con las personas que cumplen condena interprete y modifique de forma natural en su propio “mundo real” la política y la práctica de acuerdo con sus propios valores y suposiciones personales. Tenemos que aprender a lidiar con el hecho de que muchas de nuestras actuales PBE podrían aplicarse fácilmente de manera errónea, superficial o, incluso, contraproducente. Es posible que los elementos estén ahí, pero muchas veces falta la sustancia. Por ejemplo:

• Las evaluaciones de riesgos/necesidades pueden concluirse, pero sólo de manera superficial, y no se recurre a ellas como motivación para involucrar a las personas; no se utilizan correctamente en las derivaciones; muchas veces se ignoran, especialmente en los casos de menor riesgo (cuando es precisamente en estos casos cuando las evaluaciones son más precisas);

• El sesgo confirmatorio puede implantarse fácilmente en el trabajo penitenciario, donde el personal se sentirá inclinado a seleccionar y ponderar la información que confirme su visión particular del riesgo, y con una percepción errónea de la causalidad que llevará a soluciones simplistas en la gestión del riesgo;

• Una evaluación que no esté cuidadosamente adaptada y calibrada al contexto social y cultural puede perpetuar los prejuicios y las desventajas en lugar de corregirlos; 

• El número limitado de programas y servicios disponibles puede convertirse en un “cajón de sastre” al que se recurra con frecuencia para castigar el incumplimiento en lugar de solucionar una necesidad real; 

• La impartición de programas puede caer en la displicencia y la falta de inspiración si el facilitador carece de las competencias necesarias;

• La planificación de casos puede evolucionar y no ser ni colaborativa ni especialmente rica en contenido o enfoque, ni estar vinculada a la evaluación;

• Dado que lo que se suele controlar es el papeleo, prevalece una mentalidad de “cubrirse las espaldas” en lugar de centrarse en la calidad de las relaciones; las interacciones acaban produciéndose principalmente en torno a cuestiones de procedimiento, aplicación de normas, cumplimentación de papeleo e introducción de datos;

• La práctica puede terminar fácilmente por convertirse en “rutina”, habitual y burocrática;

• Es fácil que se paralice la práctica cuando incluso los trabajadores con buena formación pierden la fe en la importancia de la PBE cuando se lidia con personas de carácter insolente, reticente o impasible. Entonces los trabajadores vuelven rápidamente a asumir un estilo directivo y autoritario para recuperar el control! 

Pero claro, son muchas veces las propias entidades las que se confabulan para permitir que persista esta falta de apego a las PBE; a través de políticas y procedimientos poco sólidos, la supervisión y el control deficientes de los trabajadores, la falta de un control de calidad en la toma de decisiones críticas, y una base de valores poco útil con una tendencia hacia el exceso de precaución y la culpa, etc. (Viglione, 2019). Otro factor oculto responsable de esta situación es, en mi opinión, que hemos limitado y simplificado en exceso nuestro concepto central de RIESGO. En nuestro campo prevalece la ilusión de que, como podemos predecir hasta cierto punto probabilístico el riesgo de reincidencia, eso significa que entendemos el riesgo. 

En realidad, la evaluación del riesgo, y la comprensión de lo que puede elevar o disminuir el riesgo de una persona determinada, es un proceso permanentemente complejo. Requiere una observación continua y un “buen criterio“, que sea equilibrado, razonado, imparcial, bien informado de los cambios sutiles de circunstancias y que pueda asimilar indicios múltiples, probabilísticos y potencialmente conflictivos para llegar a una comprensión de la persona en un momento dado. Una perspectiva centrada en el desistimiento también debe tener en cuenta las aspiraciones, los obstáculos (incluidas las necesidades no directamente “criminógenas”), la motivación y los factores de protección que pueden ayudar a las personas a decidir no delinquir, comprender cómo pueden funcionar juntos e interactuar todos estos elementos y el alcance de su cualidad protectora.

No existe una fórmula sencilla que pueda “arreglar” a las personas para reducir el riesgo (Porporino, 2010). Depende de la ayuda que se preste a las personas para desentrañar una red compleja de factores que pueden generar el riesgo y para encontrar diferentes formas de abordarlos. En mi opinión, uno de los principales problemas de nuestro planteamiento a la hora de introducir las PBE es que hemos convertido a nuestro personal, en muchos aspectos, en técnicos, pidiéndoles que acepten los resultados de las herramientas que les hemos ordenado utilizar y simplificando en exceso el análisis del riesgo individual tal y como lo capta un conjunto limitado, y muy vagamente definido, de factores de riesgo (y, más recientemente, pidiéndoles que acepten los resultados de algoritmos de IA cada vez más sofisticados, a pesar de que nadie sabe realmente cómo funcionan). 

Si queremos que nuestros trabajadores adopten realmente la PBE, yo diría que tenemos que centrarnos en crear una cultura de curiosidad y compromiso con la mejora continua de la forma en que pueden conceptualizar y contextualizar el riesgo, y cómo pueden compartir esa comprensión con las personas a su cargo para ayudarles a desentrañar sus propias formas personales y particulares de salir del riesgo (Creavin et al., 2022). La aplicación de la PBE, básicamente, tiene que ser lo que los propios profesionales penitenciarios definen como profesionalidad ocupacional, y no sólo lo que la institución les pide que hagan. 

Yo diría también que tenemos que ir más allá de la formación del personal en competencias y cualificaciones básicas y trabajar de forma más consciente en atraer y desarrollar una fuerza de trabajo con las actitudes y valores que puedan confluir en lugar de seguir chocando con una ética que fomenta el desistimiento. Puede que la formación del personal para añadir estructura y enfoque marque la diferencia, pero al final lo que más importa es la capacidad del personal para desarrollar y mantener una relación terapéutica penitenciaria con las personas, lo que Sarah Lewis (2016) en el Reino Unido ha definido como aquello que abarca: aceptación, respeto, apoyo, empatía y creencia. La destreza para crear y mantener un clima relacional positivo, tanto en las prisiones como en la comunidad, es fundamental para una práctica eficaz. 

Es importante, en opinión, que estas cualidades relacionales y disposicionales de los individuos pueden, tal vez, desarrollarse y perfeccionarse hasta cierto punto, pero no son fáciles de “entrenar” si no existen. Si queremos imbuir a los centros penitenciarios de una ética diferente de atención y apoyo, tenemos que encontrar la manera de contratar a más personas que puedan hacerlo. Por lo demás, existen indicios de que los trabajadores que presentan altos niveles de estas cualidades personales y relacionales pueden tener un impacto considerable en la reincidencia, igual o mayor que con las intervenciones estructuradas (Raynor et al., 2014). 

De ningún modo estoy sugiriendo que no debamos esforzarnos por estructurar la práctica a través de la formación, pero tenemos que aceptar que lo normal es que el trabajador se resista a un cambio que él no ha pedido; que la aplicación será difícil y que normalmente pondrá a prueba la capacidad de la entidad para supervisar y corregir; que siempre habrá diferencias entre los trabajadores en cuanto a su capacidad para aprender nuevas competencias o comprometerse a aplicarlas; que puede surgir un cambio en la forma en que el personal empiece a relacionarse con los convictos, pero que desgraciadamente no suele durar mucho; y que siempre habrá algún retroceso a las formas preferidas cuando se perciba que las nuevas no funcionan.

La transformación rápida no es posible. Se puede conseguir más promoviendo la participación de los trabajadores en la planificación conjunta de cambios graduales basados en la evidencia, pero lo que en última instancia apuntalará el desarrollo de una ética de la rehabilitación más consolidada es la calidad de nuestro personal, con las actitudes, valores, creencias y estilos interpersonales que se adapten al trabajo penitenciario. 

Y esto me lleva a mi último argumento: la importancia de proporcionar tanto a nuestro personal que trabaja directamente con los convictos como a nuestros directores y líderes una comprensión teórica mucho más matizada, integrada y menos confinada (restringida) del desistimiento de la delincuencia. Yendo al grano, nuestro trabajo en el ámbito penitenciario consiste en ayudar a las personas a cambiar y crecer dentro de un contexto social en el que antes tenían dificultades para encajar y adaptarse. En mi opinión, hacer esto significa que tenemos que adoptar y aplicar TODO lo que sabemos sobre el proceso de cambio en el ser humano, y no sólo lo que hayamos aprendido desde una única perspectiva. 

En la parábola de los ciegos y el elefante, cada uno de los ciegos llega a una conclusión diferente porque sólo están tocando one parte del elefante. Del mismo modo, en nuestra lucha por comprender la delincuencia, si utilizamos sólo una perspectiva teórica, no seremos capaces de ver el cuadro completo.

La delincuencia y la parábola de los ciegos y el elefante - Ilustración de JUSTICE TRENDS según información proporcionada por el autor.

Cada marco práctico que muestro como una parte del elefante tiene su propio enfoque y características particulares, pero realmente no hay necesidad de ver estos marcos como si compitieran entre ellos. La integración significa resistirse a un enfoque único para todos y, en su lugar, adoptar un pluralismo de modelos que posibilite el cambio y comprender qué es lo que puede iniciarlo, dirigirlo, sostenerlo y, por último, consolidarlo. Para ilustrar brevemente lo que quiero decir, la RNR nos ofrece ciertamente una explicación directa y convincente de los factores de riesgo dinámicos clave que deben cambiar, pero en realidad no nos ofrece mucha concreción o claridad acerca de “cómo” se produce el cambio. 

En psicología se considera fundamental la teoría de la autodeterminación para explicar lo que subyace a la motivación para el cambio. Esta teoría dice que el sentido de competencia, autonomía y relación es lo que impulsa el proceso de cambio y, seguidamente, fomenta su persistencia. Esto es totalmente coherente con los principios de la Criminología Positiva, que sugieren que deberíamos centrarnos más en las cosas que puedan ser emocionalmente edificantes para las personas que en las que puedan desmoralizar. Existen indicios, por ejemplo, de que la influencia del riesgo criminógeno comienza a disminuir con la aparición de emociones positivas como el optimismo, la esperanza, la autoeficacia y la flexibilidad psicológica (Woldgabreal et al., 2016). 

Del mismo modo, los paradigmas orientados a la fortaleza y los valores, como el MLG, hacen hincapié en la institución y en una relación de colaboración con el individuo que puede animarle a esforzarse por alcanzar objetivos primarios que nos proporcionen a todos cierta sensación de satisfacción vital y bienestar. La teoría del desistimiento nos recuerda que el camino para encontrar motivos para el cambio es personal de cada individuo; que el cambio de identidad no es un proceso lineal; que algunos contratiempos son inevitables y que tratar de forzar el cambio es contraproducente. La Justicia Restitutiva defiende la reparación moral como factor clave para apoyar el desistimiento, lo que el paradigma del desistimiento denomina satisfacer la necesidad de redención.

Por último, en el ámbito penitenciario existe un reconocimiento cada vez mayor de lo que se ha dado en llamar nuestra “obligación residual” de solucionar las desigualdades, la marginación y los efectos del trauma, y todo ello conlleva un marco de prácticas particularmente especializado e informado por el conocimiento. 

Los marcos de prácticas funcionan como mapas conceptuales que ofrecen perspectivas distintas pero complementarias (Ward y McDonald, 2022). Cada uno de ellos tiene su propio conjunto de valores y principios fundamentales. Asimismo, pueden aplicarse múltiples marcos a una persona determinada para lidiar con las complejidades y los desafíos de su salida particular de la delincuencia. Pero, en definitiva, la forma en que aplicamos la PBE debería significar que todos nuestros procesos, procedimientos, políticas, programas, vínculos con la comunidad, valores de la institución y modos de interacción con los individuos tengan que ser coherentes con TODO lo que sabemos sobre el proceso de cambio en el ser humano y, en particular, sobre el desistimiento de la delincuencia. 

La práctica penitenciaria debe basarse, naturalmente, en la evidencia, pero también en la sensatez y la sensibilidad; sensatez en el modo de incorporar un amplio abanico de evidencias a la planificación y prestación de nuestros servicios a los convictos y sensibilidad en el modo de impulsar el cambio de forma gradual pero constante, y no forzarlo y moldearlo con intervenciones de duración limitada (Porporino, 2010). Esto no es fácil de hacer ni para las instituciones penitenciarias ni para los trabajadores, pero el buen trabajo penitenciario no es fácil de hacer y si tratáramos de hacerlo más fácil, no funcionaría.

Referencias

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Frank Porporino tiene un doctorado en Psicología Clínica y una trayectoria profesional cercana a los cincuenta años en instituciones penitenciarias como profesional en contacto directo con los convictos, alto directivo, investigador, educador, formador y consultor. A lo largo de su carrera, Frank ha promovido la práctica basada en la evidencia y sus contribuciones han sido reconocidas con premios de varias asociaciones, como la ACA, la ICCA, Volunteers of America y la Asociación Internacional de Correccionales y Prisiones (ICPA). Actualmente es editor de la nueva revista de la ICPA orientada a los profesionales, Advancing Corrections, Presidente de la Red de I+D de la ICPA, miembro del Comité Asesor de Transferencia de Prácticas de la ICPA y miembro de la Junta y Secretario de la Sección Norteamericana de la ICPA.

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